Amar al periodismo en el fragor de la pandemia

“¿Los periódicos han muerto? ¡Viva el periodismo!", exclamó el filósofo Fernando Savater. Porque el mundo se está reescribiendo y son los periodistas quienes escriben. Solo ellos pueden contar las historias más trágicas de la humanidad y ahora levantar acta del desastre del Covid 19. Con la pandemia, la profesión renace de sus cenizas para creer de nuevo en sí misma. Más de cincuenta mil muertos y dos millones de contagiados siguen preguntándose a diario qué ha ocurrido, por qué ha pasado, cómo se ha podido llegar a tal devastación y quiénes son los responsables. Serán los periodistas quienes respondan con las tablas de la verdad y de la justicia en la mano. Lo pueden hacer y lo deben hacer.

En los tiempos que corren, conviene recrearse de vez en cuando en los mitos del periodismo. El pasado 16 de diciembre, al mediodía, decidí autocomplacerme con la visión del filme “The Post”, justo en el tercer aniversario de su estreno mundial en el Newseum de Washington. A esa hora, la APPA guardaba un minuto de silencio para protestar contra el desmantelamiento de los medios informativos en general y en particular en el ámbito de la Comunidad Valenciana. No acudí a la concentración. Preferí recrearme en el gesto audaz y brillante de Ben Bradlee (Tom Hanks), editor ejecutivo del Post, defendiendo los derechos constitucionales de su país ante el omnímodo poder del Pentágono. Y aguardé con fervor infantil a que llegara el final de la película, el momento en que una redactora del diario lanza, eufórica, la proclama vencedora: “Los periodistas están al servicio de los gobernados, no de los gobernantes.” ¡Wau!, grité, conmovido en la butaca. 

Cuanto más amo al periodismo, más escéptico me vuelvo. Cuanto más creo que le odio, más le amo. ¿A quién no le ocurre? No creo en las manidas proclamas al uso que reivindican el papel de los periodistas en la sociedad, en los ardorosos eslóganes inventados para levantar la alicaída moral de una profesión vapuleada hasta límites que rayan en la obscenidad.  Me muestro indiferente ante el Día Mundial de la Libertad de Prensa, acordado por la ONU en 1993, porque me entumece el escepticismo cuando se habla de libertad de prensa. Las empresas nos la arrebataron hace tiempo. Pero creo en el Dios del periodismo. En la pasión del editor del Post. En el orgullo de los periodistas cuando ganan por primera vez después de apostar mil veces a perder. En la resurrección de los periodistas muertos. Y creo que la pandemia ha removido las entrañas de la tierra y que el gran pájaro de fuego del periodismo agita de nuevo las conciencias de quienes ejercen la profesión más hermosa del mundo.

No le sobra razón a Fernando Savater. Los medios que siguen vivos languidecen, pero los periodistas están más vivos que nunca. Son ellos los que mantienen el valor de la independencia, las inquietudes compartidas con los ciudadanos, la esperanza de un nuevo tiempo en el que todos recuperemos la condición de lo que fuimos, seres libres de la barbarie del poder. La tragedia ha redescubierto el alma y la pasión del periodismo racial. 

Frente a la melifluidad de las empresas, al periodista le ha llegado la hora de romper con la burocracia encorsetada a la que ha sido sometido durante las últimas décadas y renovar su autoestima y su imaginación. Los periodistas tienen que estar con la sociedad, con quienes sufren, no con los políticos. ¡Con los gobernados, no con los gobernantes! La clase política ha sucumbido ante el nivel ético de la sociedad. Ese es el espacio donde ha de despertar el periodismo. Con la Covid 19 llega la catarsis, la revelación del lugar donde se debe estar y donde transformarse para servir mejor. Desde el sufrimiento a la rebeldía. Desde la desesperanza del túnel sin luz al amanecer de un nuevo tiempo. Reinventar la libertad para que los ciudadanos puedan creer en ella. Apretando el cuchillo con los dientes.

Se puede conseguir. En cierta ocasión, hace tiempo, el gerente de un periódico confesaba sus dificultades para resolver el problema de la empresa que dirigía: una tercera parte de la plantilla estaba formada por licenciados y el resto por afiliados a organizaciones sindicales. Sus prejuicios le obligaban a dispensar un sutil trato diferenciado acorde con las castas. Para él, los periodistas otorgaban a la empresa el adjetivo noble que la distinguía de las demás. Con el paso del tiempo y la consolidación de las nuevas tecnologías se inició el proceso evolutivo hacia la supremacía de la empresa como concepto dominador de la función periodística. Cada año que pasaba, cada mes, cada día, las empresas periodísticas minimizaron la condición de su adjetivo y asumieron con firmeza su rol sustantivo, de modo que las empresas periodísticas dejaron de ser periodísticas para convertirse en, simplemente, empresas. 

Así pues, todo empezó a ser distinto. Ya nada volvió a ser como antes. Sin embargo, la pandemia ha puesto a cada uno en su sitio. La tragedia de la Covid 19 ha situado a los periodistas en la línea de salida de una nueva carrera de fondo en la que solo ellos corren. Son los mensajeros alados. 

Más que nunca (la actual situación es inédita por su dramatismo), a los periodistas se les brinda la oportunidad de liderar la gran revuelta social de recuperar valores y principios aletargados durante años. Valores que, ahora, nos conciernen directamente: la búsqueda y verificación de la verdad, el contraste de las fuentes, el desenmascaramiento de la mentira y de los abusos del poder, en clara deriva hacia el autoritarismo.  

La pandemia ha puesto al descubierto los mimbres cuarteados de las empresas periodísticas, sus legítimos afanes para sobrevivir, la movilización de sus recursos para atraer suscriptores y lectores, sus estrategias de reducción de costes, aunque casi siempre a expensas de reducir sus plantillas laborales. Grave error. Porque también la pandemia ha puesto de manifiesto que la única información sólida y rigurosa es la que llega del profesional del periodismo. Sin periodistas, o reduciendo (a veces escatimando) el valor añadido de su producción, las empresas no pueden generar la información rigurosa y de calidad que exige la sociedad. Frente al poder de la empresa y la arrogancia y ambigüedad de los políticos, el imperativo moral de la profesión periodística, la búsqueda de la transparencia y de la verdad. 

Pedro Lechuga Mayo, autor del ensayo “Covid 19-Periodistas”, predijo en el acto de presentación de su libro que la formidable crisis sanitaria marcaba un antes y un después en el ejercicio del periodismo, entendido como una práctica alejada de la instrumentación de las fuentes oficiales. “Sin el periodismo, la humanidad queda confinada”, apuntó Javier Martín Domínguez, presidente del Club Internacional de Prensa, en el mismo acto. 

Cómo hacer frente a la empresa. Ejerciendo, esencialmente, como periodistas. Los periodistas no son responsables de las estrategias de las empresas, mucho menos de sus ingenierías financieras. La libertad no es una moneda de cambio ni se negocia en bolsa. Está en la calle y la calle pertenece a quienes son espías de una realidad casi siempre esquiva y manoseada por los poderes públicos, tal como se ha se destacado en un informe de la Revista de la Asociación Española de Investigación de la Comunicación.

De acuerdo con ese informe, a lo que la pandemia obliga es a un esfuerzo imaginativo conjunto (empresarios y profesionales de la información) para reconectar con el interés de los ciudadanos. La preocupación por la salud individual y colectiva se ha situado en el centro del consumo informativo, al que, por primera vez, acuden personas, jóvenes en su mayoría, hasta ahora distanciados o desvinculados del acontecer periodístico. El talento del profesional para reconducir ese consumo y la estrategia empresarial para adecuar los medios necesarios adquieren una importancia capital. 

Es el mismo talento que emplearon Katharine Grahan (propietaria del Post) y Ben Bradley, su editor, para vencer en su guerra contra el todopoderoso Pentágono. Ellos lo consiguieron. ¡Y no es ficción! No se trata de recuperar la visión idílica de la profesión, sino de descender al terreno de la cruel distopía a la que nos enfrentamos a diario. La verdad siempre espera en la otra orilla del idealismo. 

En opinión del profesor Casero Ripollés, de la Universidad Jaume I de Castellón, la labor del periodista se convierte, así, en “un producto de alta cualificación social”, puesto que de él dependen la credibilidad exigida por los ciudadanos y la habilidad para detectar fake news, que no solamente son bulos y noticias falsas propagadas por las redes sociales; también, actitudes y poses políticas que se aprovechan de la tragedia para engañar a los ciudadanos que sufren. 

En los últimos meses se ha generado más información y elaborado más informes documentales y trabajos de investigación sobre la nueva realidad social que en los últimos diez años. Y en todos ellos, la labor del periodista ocupa el centro de los debates. Como se ha dicho en alguna ocasión, “los tertulianos de siempre han dado paso a especialistas y profesionales en la materia”. A Dios gracias. Según el informe, ya citado, de la Revista de la Asociación Española de Investigación de la Comunicación, el 78% de los ciudadanos se informan ahora más que antes de la pandemia, y saben elegir sus fuentes: “Los periodistas están haciendo bien su trabajo y los ciudadanos lo están reconociendo”, se ha dicho. Y se añade: “Distintos informes internacionales apuntan ya a un aumento de la credibilidad en los medios”. 

El trabajo de los periodistas se ha transformado en una aportación intangible de valor incalculable para la sociedad. Como señala el profesor, sociólogo, Javier Bernabé Fraguas, de la Complutense de Madrid: “El mundo se está escribiendo y es tarea de la ciudadanía, que componemos todas y todos nosotros, exigir que se haga lo mejor posible”. 

¿Cómo? Sin los amanuenses de códices no se conocerían ahora los misterios inescrutables de la Edad Media. Ya no se trata, arguyen las mismas fuentes, de creer en la llegada del fin del mundo, sino de convencerse de que el mundo, la práctica totalidad de sus dominios sociales, empiezan a ser distintos por efectos de la pandemia, y de que el periodismo, como ninguna otra profesión, está en condiciones de analizar su dimensión dramática y de actuar en consecuencia. 

Como recientemente ha denunciado la APPA, se asiste en nuestros días al desmantelamiento sistemático de las redacciones, cierto, pero el periodismo está más vivo que nunca. Lo que a simple vista es una paradoja encierra el enunciado de una legitimidad incuestionable: más que nunca, la sociedad, vulnerable y angustiada, necesita la labor de una autoridad moral que levante acta de la tragedia. Periodistas contratados o en régimen de freelance tienen la oportunidad de recuperar el viejo e indomable espíritu de combate de la profesión: estar en la calle, sufrir junto a los que sufren, llorar con los que lloran, narrar certezas, comprometerse con la verdad y la libertad.

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